El veterinario

18.09.2024

La Odisea de la Sala de Espera Veterinaria: Una Reflexión Felina

Ah, la sala de espera del veterinario. Ese limbo moderno donde los humanos pierden la paciencia y la dignidad, mientras los gatos, como yo, Twurky, disfrutamos del espectáculo. Es un lugar tan fascinante como aterrador. Fascinante por la cantidad de humanos desorientados que se congregan, y aterrador porque sabemos que al final de ese túnel hay una jeringa del tamaño de un pepino esperando.
Primero, hablemos de los humanos, esa especie extraña que parece no comprender cómo funciona la medicina veterinaria. Ahí están, sentados en sillas incómodas, revisando sus teléfonos como si sus vidas dependieran de ello, mientras suenan los ladridos de fondo como si estuviéramos en un refugio de animales. ¿Y qué piensan? Que el veterinario va a aparecer milagrosamente en la puerta, sonriendo como si trabajara en un spa, y atenderá a sus preciosos animalitos en segundos. Claro, humanos, sigan soñando. A lo mucho, el veterinario llega con cara de "esto se va a poner feo" mientras observa la lista interminable de peludos que esperan.
En esa sala de espera, yo, Twurky, me siento como un rey observando su corte de bufones. A mi izquierda, un perro salchicha que se esfuerza en no parecer una alfombra y sigue roncando como un trombón mal afinado. A mi derecha, un caniche que intenta olfatear la vida privada de todo ser viviente. Y en medio, los humanos, con sus conversaciones sin sentido: "Creo que tiene algo en la pata... aunque tal vez solo sea flojera." ¡Por favor! Nosotros, los gatos, sabemos cuándo fingir una dolencia para obtener atención extra. ¡Manual básico de supervivencia felina!
Los minutos pasan como horas. Mi humano, sudando más que en un gimnasio, me lanza miradas de disculpa, como si él fuera la víctima en todo esto. "Solo es un chequeo, Twurky", me susurra, como si sus palabras mágicas pudieran cambiar el destino que me espera tras esa puerta maldita. Pero yo lo sé, lo he visto antes: lo que comienza como un chequeo puede terminar en una invasión de mi dignidad felina con termómetros y pinchazos en lugares que prefiero no mencionar.
Finalmente, después de lo que parece una eternidad, el veterinario aparece. Nos llama con un tono casi despreocupado, como si lo que va a suceder a continuación fuera algo cotidiano. Para él, tal vez lo sea. Para mí, es una batalla. Me observa, yo lo observo, y ambos sabemos lo que está por venir. Yo, Twurky, me convierto en una escultura de perfección felina, fingiendo total serenidad, mientras mi humano balbucea algo sobre mis horarios de comida y mi reciente aversión al atún en lata. ¡Como si eso fuera relevante! El veterinario sonríe, y sé que está planeando algo, pero no me dejo intimidar.
Al final del día, yo salgo victorioso, o al menos, eso me gusta pensar. El veterinario se retira con una factura que podría comprarme una tonelada de comida premium, y mi humano me lleva a casa, derrotado pero feliz de que su felino aún respire. Y así, termina otra odisea en la sala de espera veterinaria, donde los humanos creen que tienen el control, pero los gatos sabemos la verdad: siempre somos nosotros los que manejamos el show.

 

Y si me disculpan, me voy a lamer la pata.
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